Los primos de Cris le regalaron a Lea un móvil para su cuna que venía en una caja enorme. En casa estuvimos a punto de llamar a la NASA para que nos ayudaran a montarlo. Más que nada, porque nunca encontraba tiempo para armar las piezas. Al final, lo montó Cris. Ya nos avisaron sus primos: “hemos regalado el mismo a muchos amigos que han tenido bebés y está comprobado que les funciona”. ¿Qué mejor review puede haber que la de unos padres experimentados?
Lo cierto es que a Lea le encanta y ese móvil ahora es una pieza clave en la liturgia diaria para irse a dormir. A veces, incluso, sirve para que nosotros, destrozados y felices, nos quedemos adormilados mientras ella sigue con sus ojitos abiertos, reticente aún a decirle adiós al día.
El móvil de cuna tiene una luz que proyecta estrellas en el techo, unos ositos voladores que giran sin parar y tres sonidos diferentes: una es la típica cancioncita infantil por la que Lea no parece mostrar excesivo entusiasmo. Los otros dos son un ruido blanco y el sonido de grillos de una noche de verano ideal. Pero hay algo que me entristece de esa naturaleza enlatada y no lo ponemos nunca. Yo la quisiera de verdad, que Lea pudiera escuchar cada noche los grillos y no los coches, el autobús nocturno que para enfrente, las motos vibrantes.
Es algo en lo que pienso mucho últimamente, ¿qué quiero para ella? Quiero grillos y pájaros cada día. Volver del colegio caminando a casa sola, por un camino de tierra que cruce algunos huertos como los que había hace bastantes años en Olesa de Montserrat, sudando en verano y con un poco de frío en invierno, con el chubasquero en los días de lluvia, con el aroma a campo, a hierbas, a naturaleza, pegado en la nariz, en los poros de la piel, en la ropa. Eso pensaba para ella, en esa clase de infancia feliz y despreocupada, en ese tiempo de libertad callejera propia de un pueblo del área metropolitana donde todavía había solares yermos, algo de campo, una riera abierta y una casa abandonada donde decían que por la noche se aparecían fantasmas. Ir al cole con un bocadillo bajo el brazo para la hora del patio, con mil aventuras y sueños en la cabeza, con polvo en los zapatos. Los juegos improvisados, el susto por algún perro callejero, el corazón a cien, a punto de salirse del pecho al salir pitando con los ladridos en la espalda. La mochila llena de libros, el estuche con los colores, las colecciones de cromos, el tengui o falti, las cinco pesetas para comprar en el quisco que había antes de llegar más paquetes con los que completar el álbum.
Algunas veces pienso que me gustaría que tuviera su caja de gusanos de seda por mucho que yo los mirara de pequeño con una mezcla de asco y fascinación. Que pudiera ver nidos de pájaros en los árboles, las golondrinas llenando los cielos crepusculares días antes del otoño, los saltamontes que se cruzaban saltando por el camino y hacían que la mente saltara como ellos a otra cosa. Que aprenda a hacer girar la peonza como me enseñó mi padre, a hacer un guá en la tierra para jugar a canicas, que se guarde las piedras mágicas en los bolsillos y se rasque las rodillas porque se cayó al intentar cruzar un largo bordillo haciendo equilibrios (pero que el público imaginario la aplaudió por su valentía: ya sabéis, esa satisfacción épica pese al fracaso por haber intentado algo que nadie más se atrevía a hacer).
Lamentablemente, aquel pueblo del Baix Llobregat de mi infancia ya no existe. Los campos se fueron llenando de pisos a golpe de desarrollos urbanísticos y el espacio para la aventura diaria se fue haciendo cada vez más y más estrecho. Incluso a los parques les pusieron vallas. Sin embargo, soy optimista. Para que todo lo que quiero para ella ocurra, para que Lea crezca asilvestrada, aventurera, pequeña pirata, lectora y soñadora, no pido dejar la ciudad, ni siquiera ahora que el neorruralismo es la coartada perfecta para el abandono (sé que, en realidad, no nos las apañaríamos muy bien viviendo lejos).
No... para que todo esto ocurra, quiero para Lea unos padres que, al modo de la dedicatoria que Antoine de Saint-Exupéry escribió para León Werth, recuerden que una vez fueron niños y que lo fueron para siempre, a pesar de ser ahora (o parecer) adultos.
🎶 La canción
Personalmente me resulta complicadísimo quitarle el oído a Life On Mars, pero resulta que Hunky Dory es uno de los discos más maravillosos de David Bowie. Ahí suena también Kooks, la canción que le dedicó al nacer a su hijo Zowie Bowie (quien en 2009 nos regaló la peli Moon). Pues bien, ‘kooks’ vendría a ser algo así como asilvestrado: friki, extravagante, libre, soñador. Una parte de la letra dice:
“Te compré un par de zapatos, una trompeta para que soples y un libro de reglas sobre qué decir a la gente cuando se metan contigo, porque si te quedas con nosotros vas a acabar también bastante piradito”
Me imagino a Lea yendo al colegio mientras la escucha y va dando saltitos pequeños despreocupada, feliz. Os la dejo aquí, para que amenice la lectura.
📚 El libro
Una tarde de finales de verano, la periodista británica Lucy Jones estaba en el jardín de su casa (afortunada ella). Estaba con su hija de pocos meses junto a un parterre de flores silvestres. El otoño se presentaba en las manzanas y ciruelas que se habían caído ya del árbol. Tuvo una especie de epifanía -un escalofrío, dice- al pensar en el cambio climático y en la extinción de flora y fauna, en lo lejana que nos va quedando la naturaleza: “¿Quedaría algún bosque o alguna vieja encina a la que pudiese trepar y contemplar con admiración?”, se preguntó. De aquel escalofrío surgió Perdiendo el Edén (Gatopardo Ediciones), un ensayo acerca de la importancia de permanecer en contacto con la naturaleza y conocerla y cuidarla para nuestro propio bienestar psicológico y el desarrollo de capacidades cognitivas y afectivas. Tal vez cuando decimos que tenemos que salvar al medioambiente, deberíamos decir que tenemos que salvarnos a nosotros mismos… Tal vez así funcionara mejor. El libro se puede comprar por aquí y es uno de los reseñados en la selección de lecturas primaverales que publiqué en Viajes National Geographic.
🎞️ La película
Para niños asilvestrados los seis de Ben y Leslie en Captain Fantastic. Tan asilvestrados que casi se les va de las manos. Bueno, más a él, que es quien se queda al cargo de la prole tras el fallecimiento de ella. Viven una utopía familiar e íntima, un poco al estilo de la Costa de los Mosquitos (otro peliculón, basado en la novela de mi adorado Paul Theroux). Autosuficientes, libres y entrenados para vivir en plena naturaleza. Tan al margen del sistema que casi son disfuncionales. Al final la cosa acaba más o menos bien, por suerte… En lugar del trailer de la peli os dejo esta imagen del cartel porque me encanta.
💻 Las redes
La compañera Silvia Taulés compartió hace unos días en este tuit la columna de su marido, Sergio Heredia. Él es periodista deportivo en La Vanguardia. La columna va de cómo en el deporte base puede ocurrir que algunos padres confundan lo que quieren para sus hijos con lo que sus hijos quisieran para sí mismos.